BOSQUEJO HISTÓRICO DE LOS CASTILLOS DE LANZAROTE

29.03.2014 20:00

(De una charla que di el 30-VI-2006 organizada por la Academia de Ciencias e Ingenierías de Lanzarote)

 

En Lanzarote se han construido a lo largo de su historia seis fortalezas o castillos. Son, de más antiguo a más moderno, el de Lanzaroto Malocello, el de Rubicón, el de Guanapay o Santa Bárbara, el de San Gabriel en Arrecife, el de Las Coloradas o de La Punta del Águila y el de San José, también en Arrecife.

De ellos sólo quedan en pie los cuatro últimos. De los dos primeros se sabe sin duda posible que existieron, pero en la actualidad no queda de ellos sino vestigios ínfimos.

A continuación hago una descripción somera de los mismos siguiendo el orden cronológico apuntado.

 

Castillo de Lanzaroto. Es, por lo que se sabe, la construcción europea de este género más antigua, no sólo de Lanzarote, sino de todo el archipiélago canario.

Siempre se ha sabido de la existencia en nuestra isla de un edificio conocido con este apelativo de castillo o torre hecho construir por el aventurero genovés que dio nombre a la isla en el primer tercio del siglo XIV, Lanzaroto Malocello. Lo dice de forma expresa Le Canarien o crónica de la conquista de la isla por los franceses en el pasaje en que Gadifer, el caudillo galo, pidió cebada a Afche, quien en aquel momento ejercía de reyezuelo de la isla, con las siguientes palabras: “Reunieron gran cantidad de cebada y la metieron en un viejo castillo que, según dicen, había hecho construir antaño Lancelot Maloisel cuando conquistó el país”.

Las noticias más dignas de crédito que se poseen sobre Lanzaroto Malocello dan pie para pensar que este personaje debió llegar a la isla por el año 1312, y que permaneció en ella, ocupándola con más o menos autoridad como dueño y señor por espacio de más de veinte años, hasta que terminó por ser expulsado o muerto por los insulares.

No se había dado hasta el presente con el emplazamiento de este castillo o torre levantado por Lanzaroto Malocello. Pero últimamente las cosas parecen haber tomado un rumbo más esperanzador. Hace un par de años se localizó un yacimiento arqueológico que tiene todos los visos de pertenecer al solar del referido castillo, deducción basada en principio en la serie conjunta de un paraje de la isla llamado La Torre, una información oral tomada sobre el terreno y un dato encontrado en un documento de 1733.

El territorio conocido desde tiempo inmemorial como La Torre consiste en una altiplanicie o meseta allanada que está adosada al volcán Guanapay por su lado S. Este nombre llama la atención por parecer llevar implícita la existencia en él de un edificio de esa índole que con el paso de los siglos haya podido desaparecer.

La información oral consiste en el testimonio de un señor, conocedor de toda la vida de tal paraje, quien asegura haber oído decir a su padre y a otras personas de edad siendo él joven, que en un determinado lugar por él señalado, de aquella altiplanicie, hubo una construcción llamada precisamente La Torre, de la que aquéllos llegaron a ver restos de paredes que sobresalían algo del suelo en algunas de sus partes. Pero si bien dichas paredes han desaparecido desde hace años, es lo cierto que todavía pueden verse en dicho lugar dispersos en superficie, en número no escaso, pequeños cascotes de cerámica, tanto de factura aborigen como europea antigua, así como trocitos de hueso y conchas marinas, es decir, restos que por sus características pudieron haber sido dejados por los europeos que ocuparon el castillo en primer término y posteriormente por los aborígenes al hacer uso del edificio una vez expulsados de la isla los extranjeros.

En cuanto al dato documental respecta, el mismo figura en un testamento otorgado en Teguise el 13 de octubre de 1733 por el matrimonio formado por Domingo Ramos y Juana Perdomo. En una de las cláusulas que lo componen se puede leer: ”Ítem declaramos tener dos fanegadas de tierra labradía donde dicen la Torre lindando con el castillo viejo, que compramos a Juana Cabrera viuda de Domingo Sánchez”.

Que este lugar de La Torre del testamento debe corresponder al homónimo conocido en la actualidad parece no ofrecer duda alguna habida cuenta de que, aparte de no existir ningún otro de igual nombre en la isla, en dicho documento se mencionan en varias de sus cláusulas próximas a la referida, otras tierras de cultivo situadas por “las montañas de Cabrera”, las cuales, conocidas aún con ese nombre, se alzan a escasa distancia del lugar de La Torre.

Está claro, por otra parte, que ese ‘castillo viejo’ del testamento no pudo ser, de ninguna manera, el de Guanapay, pues la palabra ‘lindando’ hace tal identificación de todo punto imposible, ya que en ese lugar no hay espacio para formar sembrados.

No se sabe en absoluto cómo era el castillo. Sólo, por simple deducción lógica, hay que admitir que debió ser un edificio de suficiente envergadura como para poder ostentar dicha denominación.

 

Castillo de Rubicón. Su construcción fue llevada a cabo por los franceses venidos a Lanzarote en misión de conquista en 1402 comandados por Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle.

Las obras se iniciaron a los pocos días de su arribo a la isla y se terminaron, según cabe deducir de la lectura de Le Canarien, o diario de los conquistadores, poco tiempo después.

Aunque en dicho manuscrito no se diga de forma expresa, está claro que la dirección de su fábrica tuvo que correr a cargo de Jean le Maçon, palabra que traducida al español quiere decir en aquella lengua ‘albañil’, que era el titular de esta profesión entre los expedicionarios.

Le Canarien no dice nada sobre la figura y dimensiones del edificio. La única pista, muy deficiente por cierto, que se tiene sobre el particular es la obtenida de la exhumación por los hermanos Serra Ràfols en los años sesenta del siglo pasado, ampliadas las excavaciones entre 1986 y 1988 por los arqueólogos Antonio Tejera Gaspar y Eduardo Aznar Vallejo, de unos cimientos de paredes argamasadas que demuestran la existencia de un solar de unos 50 m2 perteneciente al castillo.

Los pisos, por lo que se infiere, debieron de ser simplemente de tierra apisonada. En cuanto a la techumbre se ignora cómo se hallaba constituida. Hay disparidad de criterios entre los investigadores que más han profundizado en el estudio de estos restos. Mientras los hermanos Serra Ràfols piensan que debió ser abovedada, formada con cantos labrados, Téjera Gaspar y Aznar Vallejo opinan que los restos de paredes que se han desenterrado no tienen el suficiente grosor y consistencia para haber sostenido tales bóvedas y que, por lo tanto, el techo debió estar hecho a base de madera.

El castillo se construyó en lo alto de un espigón o pequeño promontorio de uno 150 m de largo y 15 de altura, algo allanado en la parte superior, con un ligero buzamiento o inclinación hacia el S, que arrancando del terreno más alto de tierra adentro cae sobre La Playa de los Pozos en su parte N, casi paralelo a la misma, haciendo de final del flanco derecho del barranco de ese nombre, El Barranco de los Pozos.

Sobre el nombre Rubicón, siempre así sin artículo, que es como desde el principio se llamó al castillo y luego de desaparecido éste al territorio circundante, para terminar extendiéndose a todo el territorio semiallanado que se extiende del pueblo de Las Breñas hacia abajo, hay desconocimiento absoluto en cuanto a su razón de ser así. Pero las conjeturas sobre su origen sólo han oscilado hasta ahora entre dos opciones: que le venga, según unos, del color rojizo de los terrenos que lo constituyen o que le fuera dado en recuerdo del célebre río de la gesta cesariana como quieren otros. Dentro de estas dos opciones mis preferencias se decantan por la primera, pues de venirle de la segunda no se comprende la falta del artículo de que aquel río va siempre precedido en francés y demás idiomas.

En 1404 tuvo este humilde castillo, torre o casa fuerte el privilegio de ser nombrado ciudad con el título de Rubicense por bula papal de Benedicto XIII, de fecha 7 de julio, y su capilla construida intramuros dedicada a San Marcial, obispado de Canarias, ostentando en consecuencia el campamento la capitalidad de la isla entonces.

Todavía en 1455 se hallaba el edificio en pie, pues en agosto de ese año tomó posesión del mismo Adrián de Benavente en nombre de los señores de la isla Inés Peraza y su marido Diego García de Herrera, pero ciento cuarenta y siete años más tarde, o sea en 1602, sólo quedaban del mismo restos de paredes, según declaración de un testigo jurado deponente en juicio llamado Nicolás Hernández, quien dijo haberlos visto en ese año.

 

Castillo de Guanapay. El castillo de Guanapay, también llamado de Santa Bárbara, se alza, como es bien sabido, en lo alto del volcán de ese nombre.

 

Fue el antecedente de esta fortaleza una simple torre cuadrada, que es la que aún puede verse sobresaliendo en medio del edificio actual, torre que fue hecha construir en las primeras décadas del siglo XVI por Sancho de Herrera, quien heredó el señorío de Lanzarote en 1503 a la muerte de su madre Inés Peraza, la señora propietaria.

La finalidad de esta torre fue la de servir de puesto de vigía con que prevenir cualquier desembarco furtivo y servir al mismo tiempo de refugio elemental al señor de la isla y sus deudos más allegados en casos de emergencia.

Unos años después de 1551 en que fue atacada la isla por el corsario francés François le Clerc, más conocido por ‘Jambe de Bois’ (Pata de Palo), el señor de la isla entonces, Agustín de Herrera y Rojas, nieto del anterior, vista la escasa eficacia de la torre como refugio para la gente, la rodeó de un cuerpo exterior consistente en una gruesa muralla romboidal, adosados a la cual por el interior se acondicionaron diversos aposentos con techo corrido que hacía de plataforma o plaza de armas, quedando así convertida la primitiva torre en una fortaleza que ofrecía mucha más seguridad como lugar de refugio, si bien aún insuficiente, dependiendo naturalmente su eficacia de la magnitud de las fuerzas invasoras.

En 1569, durante el ataque a la isla del pirata berberisco Calafat, y a pesar de las deficiencias de que aún adolecía después de las ampliaciones que se acaban de explicar, pudo el castillo cumplir al menos con su función protectora para parte de la población pese al considerable número de atacantes desembarcados, que ascendía a unos seiscientos hombres.

Apenas dos años más tarde, en 1571 por lo tanto, con ocasión de la irrupción del pirata Dogalí, de igual procedencia que el anterior, más conocido bajo el cognomento de ‘El Turquillo’, pudo el conde don Agustín refugiarse de nuevo con sus milicias y lo más granado de la sociedad lanzaroteña en el castillo, si bien le fue imposible impedir que los invasores camparan a sus anchas por la isla cometiendo toda clase de atropellos y expolios, logrando esclavizar a un centenar de lanzaroteños.

Esta racha de ataques piráticos sufridos por Lanzarote en la mitad postrera del siglo XVI alcanzó su máxima expresión en 1586. Fue, efectivamente, en este año cuando se produjo el sonado desembarco del célebre pirata argelino Morato Arráez, quien con su poderosa tropa de más de mil hombres trasportados en siete galeras, después de rendir la fortaleza de Arrecife y saquear la capital Teguise puso sitio al castillo, en el que se hallaban refugiadas unas quinientas personas. No obstante, pese a su manifiesta inferioridad numérica, las tropas isleñas pudieron repeler en primera instancia los furibundos ataques de que fueron objeto por parte de los piratas, produciéndose bajas por ambos bandos. Entre las de los insulares se contó, entre las más relevantes, la del propio alcalde de la fortaleza, Pedro de Cabrera Leme.

Durante el agobiante sitio a que fue sometido el castillo en esta ocasión cabe resaltar la valentía y arrojo de que hicieron gala dos jóvenes moriscas llamadas Ana Cabrera y Juana Pérez, ya que al lograr los atacantes prender fuego a la puerta de entrada del castillo jugaron estas dos mujeres un destacado protagonismo al lograr apagar el fuego y tapar el hueco de la puerta con cascotes de unas garitas del castillo que pudieron desmantelar.

Finalmente, comprendiendo el conde que les iba a ser imposible evitar la toma del castillo por los asaltantes, decidió abandonarlo, y aprovechando la oscuridad de la noche durante un descuido de los sitiadores, huyeron todos en busca de un mejor refugio, corriendo cuantos pudieron en demanda sobre todo de la famosa Cueva de los Verdes, el más inexpugnables de los baluartes naturales de la isla.

Una vez tomado el castillo por los argelinos lo sometieron al fuego y a la destrucción por cuantos medios pudieron, dejándolo prácticamente inservible.

Pasados dos años de esta terrible intervención pirática, o sea en 1588, el célebre genealogista sevillano Gonzalo Argote de Molina, residente a la sazón en Lanzarote por haberse casado unos pocos días antes del ataque de Morato Arráez con una hija del conde, y ausente su suegro de la isla en aquellos momentos, emprendió por indicación del Capitán General de Canarias Luis de la Cueva y Benavides, cumpliendo éste a su vez órdenes del monarca Felipe II, la reparación de los desperfectos sufridos por la fortaleza a manos de los piratas.

Cuando en 1591 el presupuesto prevenido por Argote de Molina para dichas obras se hallaba gastado en más de la mitad llegó a la isla el Capitán General de Canarias trayendo consigo al ingeniero italiano Leonardo Torriani, que se encontraba al servicio de la corona, quien fue puesto por aquella máxima autoridad archipelágica al frente de la parte de las obras que quedaban por ejecutar según el remanente del presupuesto ofrecido por Argote, si bien, y esto hay que tenerlo bien presente para deshacer entuertos historiográficos, ajustándose estrictamente a los planos y proyectos de construcción que habían sido dispuestos previamente por el Capitán General, es decir, que en absoluto se llevaron a efecto, como algunos han venido dando por hecho hasta ahora, las directrices y recomendaciones que el técnico italiano expone en su conocida obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias.

Existe a este respecto un documento clave que demuestra lo que acabo de decir. Se trata de una carta de pago otorgada por Argote de Molina en la que se dice, hablando del dinero a invertir en los trabajos de reparación del castillo, que “se han gastado y distribuido en la dicha obra guardando las órdenes y trazas –entiéndase ‘trazados’ y ‘planos’– que su señoría del señor Presidente dejó al dicho Leonardo Torriani para la fábrica del dicho castillo”.

No se sabe cuál fue la magnitud de esas obras, pero por lo que se puede colegir de la subsiguiente historia del castillo no pudieron ser muy importantes, y debieron circunscribirse a reparar sólo parte de los desperfectos que Morato Arráez había ocasionado en su intervención en la isla. Prueba de que no se repararon todos los daños hechos a la fábrica del edificio entonces es que en 27 de mayo de 1606 expidió Felipe II una real cédula conminando a los señores de Lanzarote a reparar los castillos de la isla dado el estado de indefensión en que los había dejado Morato Arráez en 1586.

Casi medio siglo más tarde, en 1654, el entonces Capitán General de Canarias Alonso Dávila y Guzmán hace reparar la plataforma y los alojamientos del castillo, amén de construir el puente levadizo con la meseta escalonada que sirve de apoyo al mismo, obras que realizó el oficial de cantero Antonio Pacheco.

Hasta entonces la puerta de entrada, abierta a una altura de casi cuatro metros del suelo exterior, se alcanzaba mediante una simple escalera de mano.

Dos años después, en 1556, el mismo operario Antonio Pacheco, por encargo del Sargento Mayor Ambrosio de Ribera, atendiendo esta máxima autoridad militar de la isla órdenes recibidas de la superioridad, añade a la fortaleza los dos baluartes en punta de los ángulos laterales del edificio.

En 1687 se llevaron también a cabo unas importantes reformas. En ese año contrata el señor de la isla, Juan Francisco Duque de Estrada, a un maestro albañil, del que se sabe que se llamaba Juan Luis, para realizar dichas obras, que se terminaron unos pocos años después. Consistieron las mismas en el enlosado de la plaza de armas y la remodelación de las habitaciones ya existentes, así como la construcción de otras nuevas, dotándolas a todas de techo abovedado y piso enlosado.

Así, con alguna que otra modificación o mejora de menor cuantía, se mantuvo el castillo muchos años.

Más de dos siglos después, en 1899, fue habilitado como palomar militar, función que cumplió hasta 1913. El sargento del destacamento de soldados que lo custodiaba, Federico Ferreira, era, por cierto, abuelo del conocido independentista canario contemporáneo Antonio Cubillo Ferreira.

En 1981 sufrió un serio revés la estética del fuerte en lo que a la disposición de su interior respecta al realizarse unas desafortunadas obras por un ingeniero dependiente de la Dirección General de Bellas Artes que supusieron un lamentable cambio en el aspecto secular del castillo al introducirse modificaciones que nada tenían que ver con la disposición interior tradicional del edificio. Menos mal que las malhadadas innovaciones fueron corregidas años después devolviéndolo, más o menos, a su conocido estado primitivo, aplacándose con ello el malestar que su ejecución había causado en la opinión pública.

En 1990, una vez rectificados los desacertados cambios introducidos en 1981, recuperándose con ello los techos abovedados y demás características arquitectónicas que el edificio tenía antes interiormente, se acondiciona e inaugura el castillo como Museo del Emigrante, proyecto en el que han tenido mucho que ver Chani de la Hoz y el investigador teguiseño Francisco Hernández Delgado.

 

Castillo de San Gabriel. Este castillo nació como consecuencia del ataque a la isla citado en la descripción del castillo de Guanapay perpetrado por el pirata argelino Dogalí en 1571. A raíz de este aciago suceso fue enviado a Lanzarote por la Real Audiencia de Canarias el arquitecto militar Gaspar de Salcedo con objeto de planificar un fuerte que defendiera el Puerto del Arrecife, que era cómo se llamaba entonces a la actual capital de la isla.

La nueva fortaleza se construyó entre 1572 y 1576 sobre la parte más elevada del islote entonces llamado de Fuera, que a partir de ese momento cambió su denominación por la de El Islote del Castillo.

En esta primera fase la fortaleza se redujo a un edificio de planta cuadrada de poco más de 11 m de lado, con un baluarte en cada esquina de los denominados en punta de diamante. Su estructura exterior se hizo a base de mampostería y cantos labrados, con la plaza de armas o azotea rodeada de un muro o parapeto muy bajo, de apenas tres pies de altura, en tanto que la distribución interior de los diferentes compartimentos era de madera.

El acceso a la fortaleza desde tierra firme se efectuaba en aquellos primeros años tomando en primer término el muellito que la enlazaba con el Islote de Tierra, que era el que sirve de apoyo en la actualidad al Puente de las Bolas, en tanto que la distancia de unos 100 m que hay entre este islotillo y el del castillo, había que salvarla a pie cuando aquel tramo quedaba en seco por la bajada de las mareas, o valiéndose de un bote cuando las aguas lo cubrían.

En 1586 se produce la invasión del pirata argelino Morato Arráez, de la que ya hablé al tratar del castillo de Guanapay. Si bien el desembarco de las tropas la realizó por Los Ancones, a unos 9 Km al N de Arrecife, pocas horas después Morato ocupó el referido puerto, apoderándose fácilmente de su fortaleza. Durante el asalto a que fue sometido este enclave marítimo los atacantes mataron a un artillero y capturaron a otras once personas que se hallaban en el interior del castillo, sometiendo a continuación el edificio al fuego hasta calcinar todas sus estructuras interiores de madera.

En su visita a la isla en 1591 Torriani describe al castillo y deja instrucciones escritas para su reconstrucción y mejora, tal como puede verse en su citada obra. Pero lo cierto es que estos proyectos del ingeniero italiano no se llevaron nunca a efecto, continuando la fortaleza fuera de servicio, en estado ruinoso, hasta 1666.

En este año de 1666, pues, fue reconstruido el castillo, practicándosele una amplia y profunda reforma que lo dejó en condiciones normales de operatividad. Consistieron dichas obras en construir las paredes de distribución de las habitaciones de obra de fábrica, en tanto que los techos se hicieron en bóveda a base de cantos labrados al efecto. También se elevaron las cortinas o paredes exteriores aumentando con ello la altura de los parapetos, se enlosó la plataforma o azotea, se construyó una escalera interior para subir a la misma y se dotó de un aljibe, una mazmorra y unas garitas.

Fue, por cierto, a partir de este año cuando se comenzó a denominar a la fortaleza, que hasta entonces había sido conocida como el Castillo del Arrecife, con el nombre de San Gabriel, según se cree en honor de don Gabriel Lasso de la Vega, Capitán General de las islas en aquellas fechas, bajo cuya égida se llevó a efecto la reconstrucción.

Setenta y seis años después, en 1742, fue sometido de nuevo el castillo a importantes obras de reforma que modificaron sustancialmente su fisonomía exterior, pues se le unieron los baluartes de las esquinas con un grueso muro corrido, rellenándose con escombros y arena el corredor que había quedado entre ambas paredes, con lo que el edificio adquirió mayor volumen y la superficie de la plaza de armas o azotea quedó notablemente ampliada, obras que fueron proyectadas y dirigidas por el ingeniero Antonio Riviere.

La primera acción militar importante en que el castillo se vio involucrado después de esta reforma fue en 1762. En ese año dos buques corsarios ingleses de alto bordo, el Lord Anson y el Hawke, atacaron el Puerto del Arrecife echando en tierra unos cien hombres. El castillo fue silenciado con las primeras andanadas de los cañones de las poderosas naves. No obstante éste logró poner al poco su artillería en servicio acosando a los marinos ingleses apenas desembarcados, pero de nuevo la superioridad cañonera de los buques corsarios dejó fuera de operatividad al castillo. Luego, al intentar desembarcar el comandante del Lord Anson por sus proximidades en una chalupa, fue muerto por un disparo de fusil hecho desde tierra por el teniente coronel Carlos Monfort, que se había ocultado detrás de una peña próxima al castillo, lo que provocó la retirada definitiva de los corsarios.

Cuenta a este respecto el historiador canario José Agustín Ávarez Rijo como hecho anecdótico que el hijo de aquél, Mateo Monfort, administrador de tabacos de la isla, guardaba con orgullo, como una reliquia, el fusil con el que el padre había logrado tal proeza.

En 1810 se vio esta fortaleza implicada en la llamada ‘Guerra Chiquita’, que consistió en un amotinamiento popular que intentó impedir la toma de posesión del coronel Bartolomé Lorenzo Guerra como gobernador de la isla en sustitución del que ocupaba el puesto interinamente el capitán José Feo de Armas al haber sido nombrado el primero para el cargo por la Junta Central del Reino creada durante la Guerra de la Independencia.

Durante esta sonada revuelta social un cañonazo disparado desde este castillo, en el que se había refugiado Lorenzo Guerra, mató a uno de los insurgentes.

A finales de ese siglo, concretamente el 27 de febrero de 1895, fue declarado por real orden inútil el castillo en su función militar, dados los avances conseguidos por estas fechas en el campo de la artillería que lo hacían prácticamente ineficaz para tal cometido.

En 1972 se inaugura este castillo como museo arqueológico previa compra al Ejército por el Ayuntamiento de Arrecife.

Un año después se realizan en el edificio varias modificaciones con vistas a ampliar su capacidad interior, tales como el vaciado del relleno de escombros que se le había puesto entre las paredes exteriores primitivas y el muro corrido que se le hizo en 1742 por fuera de aquéllas. Como consecuencia de ello hubo que enlosarle la azotea, acondicionándosele además la explanada exterior delantera.

Últimamente, hace apenas un par de años, fue sometido el edificio a determinadas reformas de nuevo, cometiéndose, al igual que había ocurrido con el castillo de Guanapay en 1981, errores estéticos garrafales, al menos en lo que a las terrazas que lo circundan se refiere, ya que han sido cubiertas con baldosas modernas de superficie lustrosa que nada tienen que ver con las toscas baldosas propias de las pasadas épocas de funcionalidad militar del castillo, siendo además dotadas de pasamanos de acero inoxidable, material asimismo desconocido en aquellos pretéritos tiempos, sin que nadie, ni ninguna entidad oficial haya opuesto el menor reparo.

 

El Puente de las Bolas. En cuanto concierne a la construcción de su anexo el Puente de las Bolas, hay que decir antes de nada que en absoluto intervino en la misma Leonardo Torriani como empecinadamente se ha venido sosteniendo hasta ahora, ignorándose quién o quiénes lo hicieron. No obstante, dada la fecha en que se construyó, en los mismos años que el castillo de San José, o sea la década de los setenta del siglo XVIII, parece de lógica elemental suponer que lo fueran algunos o alguno de los técnicos que construyeron este último fuerte.

Con anterioridad el puente consistía en unos simples tablones sueltos tendidos sobre el paso abierto en el camino o adarve que aún enlaza tierra firme con el puente actual, que podían por lo tanto quitarse a voluntad para permitir el paso de las embarcaciones arboladas que tenían que pasar al Charco de Juan Rejón o viceversa.

 

Castillo de las Coloradas. A comienzos de 1741 fue enviado a Lanzarote por el entonces Capitán General de Canarias Andrés Bonito Pignatelli, que había tomado posesión de su cargo poco antes, el ingeniero militar Claudio de Lisle con la misión de fijar el lugar en que se habría de construir una pequeña fortaleza o torre que se tenía proyectado hacer al sur de la isla en el estrecho de La Bocaina.

Para tal fin eligió el citado funcionario la Punta del Águila, un promontorio que alcanza una altura de unos 15 m sobre el nivel medio de las mareas desde el que se domina prácticamente toda la costa de la isla correspondiente al estrecho citado.

Las obras se llevaron a cabo con toda celeridad, pues habiendo sido iniciadas en ese mismo año de 1741 ya estaban terminadas al año siguiente.

La forma de esta torre es troncocócina, con un diámetro en la base de unos 14 m y una altura de poco más de 8 m sobre el suelo. La puerta de entrada se abre a media altura de la pared por el lado que mira hacia tierra, accediéndose a la misma mediante una meseta escalonada separada del edificio sobre la que se tendía el puente levadizo.

El interior del edificio se dividía en dos grandes salas superpuestas, la superior que servía de alojamiento a la tropa, a la que se entraba, una vez traspasada la puerta exterior y un pequeño pasillo que seguía a continuación, cubierta por el techo en bóveda de cañón del castillo, con el piso de madera, que se hallaba sostenido por un grueso pilar central de sillería apoyado en todo su perímetro en un saliente de la pared. A los lados tenía esta sala dos pequeñas habitaciones, una frente a la otra, y en la pared del fondo un ventanuco para permitir la entrada de la luz exterior.

La sala inferior, que servía de almacén, era de menor amplitud, y su techo era el piso de madera de la sala de arriba, disponiendo, como la superior, de un ventanuco para permitir, asimismo, su iluminación diurna.

En este nivel inferior se encontraba el calabozo y el almacén de la pólvora. Luego en lo alto, por encima de la bóveda, en el grosor del techo, había dos cisternas situadas en posición diametralmente opuestas, cuyas bocas, protegidas con las correspondientes tapas de madera, se abrían en la azotea.

En 1749, apenas siete años después de su construcción, recibió ya la pequeña fortaleza su bautismo de fuego. Dos jabeques argelinos dotados de una tripulación de unas cuatrocientas personas atacaron la torre, y después de rendir la guarnición redujeron el maderamen interior del edificio a cenizas, quedando con ello la fortaleza totalmente inhabilitada para realizar su función ofensivo-defensiva, en cuyo estado se mantuvo durante veinte años.

Fue, pues, en 1769, siendo Comandante General del archipiélago don Miguel López Fernández de Heredia cuando fueron reparados por el ingeniero Alejandro de los Ángeles los desperfectos sufridos en 1749, quedando con ello de nuevo el fuerte en normales condiciones de operatividad.

Al finalizarse estos trabajos se colocó sobre la puerta de entrada una placa con la leyenda siguiente:

 

REINANDO EL SR. D. CARLOS III MANDANDO ESTAS ISLAS EL EXCMO SR. D. MIGUEL LOPEZ FERNANDEZ DE HEREDIA MARISCAL DE CAMPO SE REDIFICO ESTA TORRE DE SAN MARCIAL PUERTO DE LAS COLORADAS PUNTA DEL AGUILA AÑO DE 1769.

En este letrero se observa un error de identificación de la torre al llamarla ‘de San Marcial’, ya que se trata de una confusión con el castillo betancuriano al creerse entonces erróneamente que el de los franceses se había construido en este mismo lugar.

 

 

Castillo de San José. Las obras de este castillo se comenzaron en abril de 1776 siendo Comandante General de Canarias Eugenio Fernández de Alvarado, marqués de Tabalosos, corriendo el proyecto a cargo del ingeniero Andrés Amat de Tortosa.




Al frente de las obras fue puesto en un principio el ingeniero José Arana acompañado del teniente de artillería Rafael de Arce y Albalá, pero en octubre de ese mismo año cesó Arana al marchar a la Península, quedando al frente de las obras el mencionado teniente de artillería, y en ejecución material de las mismas el maestro mayor José Nicolás Hernández con su cuadrilla de obreros.

El teniente Arce cesó a su vez en estas funciones el 30 de julio de 1778, figurando en las etapas finales como técnico director de la obra el ingeniero Alfonso Ochando.

Se dice que la construcción de este castillo obedeció más a una gracia del monarca Carlos III concedida para aliviar el estado de miseria reinante entonces en la isla dando trabajo a parte de la población –de donde el título de ‘fortaleza del hambre’ por el que fue también conocido–, que a necesidades defensivas propias de su carácter militar.

Su planta es de forma cuadrada entre el frontis, que mira hacia tierra, de 35 m de largo, y los laterales rectos, de unos 15 m, en tanto que en el resto o parte trasera, que da hacia el mar, es curva en arco de circunferencia.

Consta en primer término de dos amplias cámaras alargadas en sentido transversal, que ocupan algo más de la mitad anterior del edificio, con techos en bóveda de cañón de sólida sillería de roca basáltica y piso empedrado, a las que se denominaron cuartel alto y cuartel bajo al hallarse una sobre la otra.

En la mitad de la derecha de la primera de estas salas, accesible directamente por el portalón de entrada del edificio, se encontraban los dormitorios de los oficiales y la cocina, y en la segunda, a la que se llegaba a través de una escalera del mismo material, que se inicia en el lado izquierdo de la puerta de entrada, el dormitorio de los soldados.

En el resto de la planta alta estaban, a la izquierda entrando el calabozo o mazmorra, a continuación el aljibe, cuya boca se abría en la plaza de armas o azotea, protegida por una recia tapa de madera; en el centro, el depósito de efectos de artillería, y en el lado derecho el almacén de la pólvora.

El acceso al portalón de entrada se efectuaba mediante una escalera de piedra separada de la fortaleza, que quedaba unida a la puerta mediante un rastrillo levadizo que salvaba un foso seco de unos 4 m de anchura que corría a lo largo del frontis del edificio. En la plaza de armas, de piso enlosado, cuyo acceso se efectúa por una escalera, asimismo de sillería, que se encuentra a la derecha de la puerta de entrada se construyó, en cada extremo del frontis, una garita, y entre ambas, en el centro, una espadaña. En el parapeto que circunda al castillo se abren once cañoneras, dos en el frontis, otras dos en cada lateral recto y cinco en la parte curva trasera.

Hacia mediados del siglo XIX dice Pascual Madoz en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España de esa fecha, sobre esta fortaleza, después de ensalzar la solidez de su fábrica, que “monta 12 cañones de bronce, pero que tiene la desventaja de poder ser dominada por una batería que se construya en las colinas que se hallan a tiro de fusil por el frente de su puerta y foso”, a lo que añade: “Además desmerece mucho de su importancia por razón de la elevación a que por la parte del mar están sus fuegos; pues que los buques pueden introducirse en la bahía lamiendo el pie del risco sin ser incomodados ni en la entrada ni en la salida, hasta cierta distancia que los proyectiles son siempre menos certeros y menos eficaces.

Finalmente decir que en 1976 fue instalado en este castillo, por iniciativa y obra de César Manrique, el Museo de Arte Contemporáneo, modelo de esta clase de establecimientos en Canarias.