HISTORIA DE LANZAROTE, Hasta el siglo XIV
Por Agustín Pallarés Padilla
El conocimiento de las Islas Canarias se pierde en la brumosa lejanía de los albores de la historia entremezclándose y confundiéndose con los mitos y leyendas de los Campos Elíseos, las Islas de los Bienaventurados, las Hespérides, la Atlántida, las Islas Afortunadas, etc., de que nos hablan los autores de la antigüedad clásica. No es posible, por carencia de datos concretos, individualizar en el curso histórico del archipiélago la isla de Lanzarote de forma que nos permita seguir por separado las vicisitudes que sufriera en tan oscuro y prolongado periodo de tiempo, condición que, con alguna excepción muy puntual, puede hacerse extensiva a todas las demás islas del grupo.
Parece ser, según vagas referencias, y descartada esa cronología tan remota que se ha venido asignando al poblamiento por los bereberes de forma ya permanente, que fueron los fenicios los primeros seres humanos que hollaron el suelo del archipiélago. Y aunque apenas exista constancia documental escrita o arqueológica de la presencia en nuestras islas de estos osados navegantes o de sus sucesores los gaditanos y los cartagineses, o de los tartesios u otros pueblos marineros de la época, puede darse por seguro que al menos algunos de ellos las abordaron, si bien, por lo que parece, de forma esporádica y transitoria.
Empresas náuticas anteriores a Cristo que pudieron abordar nuestra isla
Hasta nosotros han llegado los ecos de audaces empresas náuticas cuyas tripulaciones, por el trayecto seguido al tener que atravesar el canal comprendido entre Lanzarote y Fuerteventura de un lado y el continente africano del otro, pudieron tener algún contacto con nuestra isla.
La más antigua de que se tiene noticia es la llevada a cabo hacia finales del siglo VII a. C. por unos marinos fenicios a instancias del faraón Necao de Egipto, la cual, según se infiere, circunvaló el continente africano partiendo del Mar Rojo y regresando por el Estrecho de Gibraltar. La autenticidad histórica de este viaje parece quedar corroborada por el fenómeno astronómico, incomprensible entonces para observadores procedentes del hemisferio norte, de que durante las singladuras más meridionales el Sol les quedara a la derecha, cosa, sin embargo, que Herodoto, el transmisor de la noticia, no estaba dispuesto a creer por mucho que aquellos navegantes fenicios lo afirmaran.
El hallazgo en La Graciosa de numerosos fragmentos cerámicos realizada a torno, que las dataciones sitúan entre 1.100 y el 900 antes de Cristo (hechas in situ por Optical Stimulated Luminiscence), podría significar que a Canarias llegaron navegantes fenicios a finales de la Edad del Bronce. Se trata de fragmentos amorfos de cerámica a torno, de coloración rojiza, naranja y ocre-amarillento, localizados en 2003 por el paleontólogo Francisco García-Talavera Casañas en el cordón litoral fósil de la bahía de El Salado, del periodo Holoceno (Erbanense).
Junto a los fragmentos cerámicos se encontraron además abundantes conchas de Thais haemastoma fuertemente fragmentadas, señal de un machaqueo de origen humano, según García-Talavera, con intención de obtener la preciada púrpura. También había conchas de mejillones y algún hueso de animal, posiblemente una tibia de cabra.
“La datación –dice el científico– nos sitúa en una época en la que no existe cerámica a torno en toda la fachada atlántica y sin embargo se encuentra en Canarias, por lo que los investigadores expresan su convicción de que esta cerámica podría pertenecer a gentes vinculadas con el Próximo Oriente, en concreto fenicios”.
Otra expedición de gran resonancia histórica fue la protagonizada unos dos siglos después, hacia mediados del V, por el almirante cartaginés Hannon, quien al mando de una flota compuesta por numerosas naves repletas de pasajeros destinados a colonizar determinados puntos de la costa africana, descendió con mucho hacia el S de la latitud de Canarias. No existe la menor referencia, sin embargo, de que sus naves tocaran en Lanzarote o alguna otra de las islas de nuestro archipiélago.
Aparte de estas dos expediciones más importantes anteriores a Cristo se sabe de varias más que pudieron haber pasado por aguas de nuestro archipiélago y tocado en alguna de las islas. Entre ellas podrían enumerarse por orden cronológico anteriores a Cristo las del marsellés Eutímenes y la de Scylax de Carianda en el siglo VI; Setaspes en el V; Eudoxo de Cícico y Euphemos en el II, y el discutido viaje del general romano Quinto Sertorio en el siglo I, siendo de suponer que habrá habido algunas otras que no han alcanzado la posteridad histórica.
La visita exploratoria de Juba II
La primera noticia autenticamente histórica referida a Canarias es la contenida en el conocido texto de Juba II de Mauritania, recogida por Plinio el Viejo, en que se describe muy sucintamente la visita exploratoria que efectuaron al archipiélago sus emisarios en torno al comienzo de la era. La versión española de las líneas principales de este texto latino sería la siguiente:
“Se hallan hacia el suroeste, a 625 millas de las Purpurarias, pero de modo que se navegue 250 por encima de poniente; luego a lo largo de 375 millas hacia el este. En la primera, llamada Ombrion, no se ven vestigios de construcciones. Otra isla se llama Junonia, en la que solamente hay un templete de piedras. Cerca de ésta hay otra menor del mismo nombre. Luego está Capraria, llena de grandes lagartos. A la vista de éstas se alza Nivaria, nubosa, que recibe el nombre de sus nieves perpetuas. Próxima a ella se encuentra Canaria, así llamada por la multitud de perros de enorme tamaño. Aparecen aquí vestigios de edificios”.
De que este texto se refiere a nuestras Islas Canarias, no debe haber la menor duda. En esta zona del Atlántico en que la obra de Plinio las sitúa en párrafo aparte, con el nombre de Afortunadas, a poniente de la antigua Mauritania, actual Marruecos, no hay, salvo Tenerife, ninguna otra isla caracterizada por tener nieves, si no perpetuas, al menos a lo largo de buena parte del año, por lo que su identificación con Nivaria puede darse como segura. Luego tenemos cerca de ella a Canaria, inconfudible también por su nombre, conservado a través de los siglos.
De las otras islas que se citan en aquel texto y su correspondencia con las demás del archipiélago canario, se ha hablado y discutido mucho. Parece, no obstante, lo más verosímil, como piensan la mayoría de los estudiosos de estas cuestiones, que Junonia Mayor fuera La Palma; Junonia Menor, La Gomera, y Capraria, El Hierro, desde las cuales, efectivamente, se divisa con toda claridad, siempre que la transparencia de la atmósfera lo permita, la isla de Tenerife.
En cuanto a la falta de correlación entre el nombre de Capraria y su circunstancia más relevante de hallarse poblada por gran número de lagartos, que desentona de la regla general de responder los nombres a alguna característica sobresaliente observada en ellas –Purpuria de la púrpura, Nivaria de la nieve y Canaria de los canes– opinan algunos autores que ello puede obedecer a que en el texto de Juba, escrito originariamente en griego, debió decirse Sauraria por los saurios o lagartos que en ella había, pero que una mala lectura de este nombre al ser vertido al latín pudo inducir a error de transcripción dado el parecido de algunas letras de aquel alfabeto con otras latinas, como puede ocurrir con la S mayúscula griega y la C latina.
A este error coadyuvaría también probablemente la presencia en estos parajes atlánticos de una isla que portaba realmente el nombre de Capraria, que a mi juicio se trataba de Porto Santo, en el grupo de las Madeiras, donde se sabe de la existencia de cabras desde tiempo inmemorial, siendo su pareja, Pluvialia, la mayor de aquel archipiélago, aunque pienso que no por la razón que se aduce normalmente de que sólo disponía de agua de lluvia, sino por su gran pluviosidad, lo cual concuerda efectivamente con su meteorología.
Lanzarote formaría parte de las Purpurarias, grupo que incluiría además a Fuerteventura y a los islotes próximos a ambas o a algunos de ellos cuando menos. Esta opinión goza de mayor apoyo ultimamente una vez que se ha podido comprobar la falsedad de la aseveración de Jodin sobre la existencia de conchas de púrpura en los Islotes de Mogador que les suponía el ser acreedoras al nombre de Islas Purpurarias.
Parece ser, por otra parte, que la púrpura que más se benefició en Canarias era de naturaleza vegetal, pues se obtenía del liquen llamado orchilla (Rocella tintoria), el cual, por cierto, gozó de enorme aprecio en tiempos antiguos y era muy abundante en nuestras islas. Y el hecho de que ni Lanzarote ni Fuerteventura parezcan tener cabida en las Afortunadas de Juba-Plinio viene a reforzar esta presunción de identificarlas con las Purpurarias como grupo aparte.
En cuanto a cual sería Ombrion, la primera de las islas mencionadas en el texto, se ha pensado en la Gran Salvaje, o mejor aún en Alegranza, cuyo estanque en las montañas podría situarse en el fondo de la Caldera, enorme cráter donde efectivamente se forma una extensa charca o laguna cuando llueve con intensidad –no se olvide que en aquellos lejanos siglos la pluviosidad por estas latitudes era, según parece, bastante mayor que ahora–, y cuyos “árboles parecidos a férulas” serían la lechosa tabaiba dulce (Euphorbia balsamífera), la cual disfrutó, por cierto, de gran favor en la antigüedad como planta de propiedades medicinales, y la tabaiba salvaje o higuerilla (Euphorbia obtusifolia), cáustica y nociva para la salud, ambas muy parecidas entre sí y muy abundantes en la islita.
Poblamiento
Sentada la identidad de aquellas islas con la de nuestro archipiélago, surge una cuestión que reviste especial importancia con vistas a clarificar su historia: si estaban o no habitadas al tiempo de la visita de la expedición de Juba. En este punto hay disparidad de criterios, pues mientras unos autores consideran este escrito como prueba irrecusable de que las islas estaban en ese momento inhabitadas, otros sostienen la opinión contraria. El que esto escribe se alinea decididamente en el primero de los bandos. Aunque no se declare de forma expresa en el texto tal circunstancia, resulta fácil de inferir, por lo que en él se dice, el estado de despoblamiento en que entonces se encontraban las islas. El panorama que allí se presenta del archipiélago es el de unas tierras totalmente abandonadas a la naturaleza, sin que se atisbe por ningún lado la presencia humana, pues incluso lo poco artificial que se encontró resulta más excluyente que confirmatorio en este sentido. Tal ocurre, por ejemplo, con Junonia Mayor, en la que, si solamente había un pequeño templo de piedras es que la expedición exploratoria no encontró en ella ninguna otra construcción erigida por mano del hombre, y lo mismo con Canaria, en que no se mencionan sino vestigios de algunas edificaciones, es decir, restos muy ruinosos, con toda probabilidad de chozas, que prueban, todo lo más, estancias temporales anteriores realizadas, sin duda alguna, por gentes de las naciones de la antigüedad a las que se atribuyó en páginas precedentes tal protagonismo. Por otra parte, los grandes lagartos de que Capraria>Sauraria estaba llena y la multitud de perros que se encontraron en Canaria –otra prueba más de arribadas anteriores a las islas– parecen condiciones incompatibles con la presencia de seres humanos en el archipiélago a nivel de poblamiento generalizado.
Un siglo después se produciría el poblamiento efectivo con los célebres bereberes rebeldes al imperio romano de que nos habla la mal llamada “leyenda de los deslenguados”, traídos como desterrados en naves de esta nación, que tenía entonces sojuzgada la región noroccidental de Africa conocida por Mauritania, de donde procedían.
Los historiadores que nos cuentan con más extensión y detalle este singular acontecimiento son el español fray Juan de Abreu Galindo, un religioso franciscano natural de Sevilla, según se cree, radicado en Canarias, y el portugués Gaspar Frutuoso, ambos del siglo XVI, pero lo comentan o reflejan otros muchos autores, tanto coetáneos como de época anterior y posterior, con algunas modificaciones más o menos secundarias, haciéndose una clara alusión al mismo desde el tiempo de la conquista de nuestra isla en Le Canarien cuando refiriéndose a La Gomera se manifiesta: “Se dice por aquí que un gran príncipe, por alguna fechoría, los hizo poner allí y les hizo cortar la lengua”.
Abreu Galindo, el autor que con más convicción defiende la noticia, hasta el punto de adscribirle un indubitable carácter de veracidad, se expresa sobre ella en los siguientes términos:
“Dejadas alteraciones y opiniones que acerca de la venida de los naturales de estas islas hay, de dónde hayan venido, la más verdadera es que los primeros que a estas islas de Canaria vinieron fueron de Africa, de la provincia llamada Mauritania, de quien estas islas son comarcanas, al tiempo de la gentilidad, después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. En la librería que la iglesia catedral de Señora Santa Ana de esta ciudad real de Las Palmas tenía, estaba un libro grande, sin principio ni fin, muy estragado, en el cual, tratando de los romanos, decía que, teniendo Roma sujeta la provincia de Africa, y puestos en ella sus legados y presidios, se rebelaron los africanos y mataron los legados y los presidios que estaban en la provincia de Mauritania; y que, sabida la nueva de la rebelión y muerte de los legados y presidio en Roma, pretendiendo el Senado romano vengar y castigar el delito e injuria cometida, enviaron contra los delincuentes grande y poderoso ejército, y tornáronla a sujetar y reducir a la obediencia. Y, porque el delito cometido no quedase sin castigo, y para escarmiento de los venideros, tomaron todos los que habían sido caudillos principales de la rebelión y cortáronles las cabezas, y otros crueles castigos; y a los demás, que no se les hallaba culpa más de haber seguido el común, por no ser destruidos, por extirpar en todo aquella generación, y que no quedasen descendientes donde sus parientes habían padecido y no fuesen por ventura causa de otro motín, les cortaron las lenguas, porque doquiera que aportasen, no supiesen referir ni jactarse que en algún tiempo fueron contra el pueblo romano. Y así, cortadas las lenguas, hombres y mujeres y hijos, los metieron en navíos con algún proveimiento y pasándolos a estas islas los dejaron con algunas cabras y ovejas para su sustentación. Y así quedaron estos gentiles africanos en estas siete islas, que se hallaron pobladas”.
Está claro que una noticia como la que transcribe este autor, inserta en una obra que por contener una sección dedicada a los romanos presenta todos los visos de tratarse de una historia universal de la época, debe encerrar un innegable fondo de veracidad. No es concebible que un documento de tal coherencia en líneas generales con la realidad más actualizada de la investigación oficial sobre la prehistoria canaria pueda ser producto de una ficción literaria. En apoyo de su autenticidad viene además la tradición oral que del episodio se conservaba aún en las islas cuando fueron ocupadas por los europeos, especialmente en La Gomera como se ha visto, más vaga y desdibujada en algunas de las otras por el paso de los siglos o por no haber sido recogida con más claridad por los historiadores de entonces.
Según este texto la llegada al archipiélago de estos primeros pobladores debió tener lugar, pues, después del nacimiento de Jesucristo, más concretamente después de la creación de la provincia africana de Mauritania, que lo fue en el año 42 d.C. en tiempos del emperador claudio, y antes de la instauración en Roma de la religión católica por el emperador Constantino el Grande en los comienzos del siglo IV de nuestra era.
Entre las versiones que mejor complementan a esta básica de Abreu Galindo destaca la de Gaspar Frutuoso –que por su detallada descripción del evento parece también haber sido extraída de algún libro–, especialmente por aportar algunos datos importantes no ofrecidos por los demás autores, que en principio encajan en la lógica contextual del evento, como son el de reducir los límites cronológicos del poblamiento al reinado del emperador Trajano (98-117) –quien por su origen bético debía tener amplias referencias de nuestras islas– y el de asignar a los deportados una procedencia del interior montañoso del continente, alejado de la costa, justificativo del modo de vida pastoril y agrícola que luego continuaron practicando en el archipiélago, así como del hecho implícito de su ignorancia de la navegación. Por cierto que aparte de Frutuoso, también implica a Trajano como el responsable del poblamiento de las islas Tomás Arias Marín de Cubas cuando dice: “Por las gentes remotas apartadas del Orbe tuvieron la antigüedad a estas islas, y pónele por causa de venir a ellas, como muchos cristianos fueron desterrados o voluntarios por la persecución de Trajano”.
Evidencia arqueológica que podría interpretarse en teoría como apoyo a la noticia que estamos comentando es la aparición en aguas de esta isla y de algunas otras más del archipiélago, de varios ejemplares de ánforas romanas que han sido datadas por su tipología como correspondientes a la época que estamos preconizando para el poblamiento.
Pocos siglos después de tan trascendental acontecimiento para nuestra historia insular se dio otro que cambió el curso de la historia universal, cual fue la caída del imperio romano a manos de los bárbaros del norte, con lo cual quedaron paralizados los viajes marítimos, tanto comerciales como de conquista o de exploración, permaneciendo las Canarias a partir de entonces practicamente incomunicadas con el exterior y entre sí, durante más de un milenio.
Al cabo de tan prolongado periodo de tiempo, del que la historia guarda un absoluto mutismo sobre nuestras islas, comenzó a despertar el mundo de nuevo al progreso y a los descubrimientos geográficos, alcanzando éstos su mayor impulso con el Renacimiento.
El viaje de los hermanos Vivaldi
Fue a finales del siglo XIII, concretamente en el año 1291, cuando se supone que pudieron pasar por aquí los hermanos Vivaldi, genoveses, iniciándose así lo que en la centuria siguiente habría de constituir la sistemática expoliación del archipiélago, en particular para esta isla de Lanzarote, prácticamente indefensa ante las superiores técnicas de combate empleadas por los europeos y las deficientes condiciones naturales de protección de su geografía no muy accidentada, por cuya causa fue diezmada su población bajo el señuelo de los pingües beneficios que ofrecía la caza de esclavos.
Lanzaroto Malocello
La estancia en la Titerogaca aborigen del genovés Lanzaroto Malocello constituye un hito transcendental en la historia de nuestra isla, nada menos que su entrada, si bien en forma asaz nebulosa, en la historia general del mundo entonces conocido, así como la obtención de su nombre actual, nominación que hay que suponer inducida no por imposición personal del genovés, sino como consecuencia de la repetida referencia por parte de los navegantes y geógrafos de la época al definirla como la isla de Lanzaroto por considerarla tácita o reconocidamente de su pertenencia o dominio por la ocupación que sobre ella ejercía.
Nació Lanzaroto Malocello, por lo que parece, en las últimas décadas del siglo XIII en Varazze, pequeña ciudad costera próxima al gran puerto de Génova.
Forman tal inextricable maraña por su abundancia y falta de datos concretos los Malocello de esta antigua y floreciente república mediterránea en el siglo XIV y anteriores que es practicamente imposible con la información documental disponible establecer una relación de consanguinidad ni siquiera aproximada entre alguno de ellos y el personaje que nos ocupa. Pese a ello, el autor contemporáneo Benedetto Tino Delfino en su Dizzionario biografico dei varazzini, editado en 1991, ofrece una genealogía fragmentada, es decir, con falta de algunos eslabones generacionales importantes, del modo siguiente:
“Pertenecía Lanzerotto a una familia de mercaderes y navegantes que gracias a la fortuna adquirida en sus actividades como marinos mercantes pronto se introdujo en los negocios inmobiliarios y en la nobleza. En la segunda mitad del 1100, Sibila, de los marqueses Del Bosco, señores de Varazze y zonas vecinas, se casó con Enrique Malucello, y por medio de este matrimonio los Malucello llegaron a ser señores copartícipes de Varazze. El hijo, Guglielmo Malucello, amplió sus posesiones y se transformó en feudatario de Varazze y de la vecina Celle, transfiriendo toda su actividad mercantil a Génova. Luego de arrendar en 1210 a los genoveses Pepere sus rentas de Varazze, hizo testamento con el fin de que a su muerte los feudos de Varazze y Celle pasaran a sus cuatro hijos Enrico, Lanfranco Maggiore, Lanfranco Paza y Giacomo. Pero Génova, que procuraba eliminar a los feudatarios de su ribera, completó el 10 de febrero en nombre de las tres comunidades el rescate de Varazze, Celle y Albisola, adquiriendo de Giacomo y Bonifacio, herederos de Gianfranco Malucello estas tierras”.
Luego concluye Tino Delfino: “De la vida privada de Lanzerotto Malucello muy poco se sabe. Quizás perteneciera a la rama segundogénita de los Malucello que se quedó en Varazze dedicándose a la construcción de barcos y a la navegación”.
Como se ve, nada se dice explicitamente de sus progenitores ni de otros miembros allegados de su familia, ni ascendientes ni descendientes ni colaterales.
A lo dicho añade Tino Delfino que Lanzaroto Malocello estaba considerado por las antiguas crónicas como hombre acaudalado, navegante intrépido y gran aficionado a las empresas arriesgadas y a los viajes de exploración y descubrimiento de nuevas tierras. De ahí el que decidiera aventurarse en el entonces azaroso Atlántico hasta recalar en nuestra isla, una de las codiciadas Afortunadas de aquellos lejanos tiempos medievales.
Más escasos resultados aún obtiene el investigador contemporáneo Alessandro Pellegrini, quien en su obra Lazzaroto (sic) Malocello editada en 1999, se limita a dar nombres de ciudadanos genoveses apellidados Malocello sacados de distintos documentos de aquellos siglos, bastantes en número, pero sin lograr establecer tampoco ningún parentesco firme entre alguno de ellos y el protagonista de este estudio.
El nombre de pila de este personaje parece guardar alguna relación etimológica con el del arma arrojadiza en él inscrito, en italiano actual ‘lancia’. No se sabe cómo se escribía exactamente en su lengua cuando él vivió. Se conocen de esos años un buen número de variantes gráficas que figuran en escritos o mapas, en especial genoveses, sobre muchas de las cuales no existe, sin embargo, certeza absoluta de que se refieran al navegante que nos ocupa. Veamos algunas de las que ofrecen mayor interés expuestas por orden cronológico.
Un acta notarial fechada en 1330, hallada por el historiador italiano Mighel Canale, que luego insertó en su obra dada a la imprenta en 1860 Nuova istoria della republica di Genova, cuyo original desgraciadamente no ha podido ser visto con posterioridad, estaba firmada, según dicho autor, por un testigo de este nombre y apellido. De ser la firma legible y suponiendo que se trate de nuestro personaje, la misma constituiría un testimonio de incontestable valor probatorio de la verdadera forma del nombre.
En el conocido portulano del mallorquín Angelino Dulcert, de 1339, se escribe latinizado en la forma ‘Lanzarotus’, que pasado al italiano quedaría reducido a Lanzaroto.
Un mapa de autor desconocido, cuyas características corresponden a la cartografía de mediados de ese siglo, que contiene a las siete islas mayores más los islotes de Alegranza y Lobos, en el que Lanzarote figura cubierta con el escudo de Génova en fondo blanco y cruz roja, y las de Gran Canaria y La Palma coloreadas de azul mientras las restantes lo están en ocre, consigna el nombre de nuestra isla también en la forma Lanzaroto.
Sin embargo el mapa de los hermanos Pizzigani, a pesar de ser sus autores italianos y estar datado en 1367, grafía el nombre en la forma Lanceroto, constituyendo por tanto una rara excepción en este aspecto dentro de la cartografía de esta nacionalidad y siglo.
También se escribe Lanzaroto, pese a no ser su autor genovés sino mallorquín, en el mapa de Abraham Cresques, de 1375.
El llamado Libro del Conoscimiento, escrito por un fraile español anónimo, que se creía compuesto a mediados del siglo XV, pero que ultimamente se ha adelantado su fecha a la década de los 80 de esa misma centuria, lo escribe Lançarote.
Y, finalmente, en dos escrituras genovesas, una de 1384 y otra de 1391, ambas redactadas en latín, que reproduce en fotocopia A. Pellegrini en su obra citada, se menciona a un Lanzaroti Malocelli como ya fallecido. Curiosamente el nombre en esos textos latinos, cuya terminación en esa lengua es /us/ y en italiano /o/ se escribe en esos documentos terminado en /i/.
En cuanto a si el nombre terminaba en /t/ simple o en /tt/ doble parece decidir la cuestión el que en francés se escriba en la primera de las formas, pues de haber sido la otra, en esa lengua se hubiera escrito Lancelotte y no Lancelot como ocurre en realidad.
Habida cuenta de lo expuesto parece lo más procedente considerar a la forma Lanzaroto Malocello como la que reúne más probabilidades de ser la auténtica, es decir, la que el propio personaje debió ostentar en vida.
En cuanto al origen del apellido, el mismo autor Tino Delfino cree que viene del ‘malus augelus’ o mochuelo de la tradición latina. El escudo de armas de Celle, municipio de la provincia de Savonia, colindante con la de Génova –dice– ostenta todavía la figura de esta pequeña rapaz nocturna en recuerdo de la señoría de los Malucello.
Una forma intermedia en el proceso de evolución morfológica de este patronímico sería la de Malusancelus –por Malusaucelus, con /n/ en lugar de /u/, con toda seguridad por error de escritura– que ofrece el autor italiano Enrico D’Albertis en su obra Crocera del ‘Corsaro’, de 1884, que según él aparece ya desde 1099, y otra más reciente aún que muestra un vestigio de ese origen en /u/ sería la de Malucello a que hace alusión el medievalista Agostino della Cella y emplea el autor reiteradamente citado Tino Delfino en su Dizzionario, alteraciones o cambios que sufriría el apellido antes de llegar a la forma definitiva Malocello que ostentaba en tiempos de nuestro personaje. En apoyo de esta etimología viene la versión francesa Maloisel, es decir, ‘mal oisel’, modo antiguo en esta lengua del mismo epíteto ‘mal pájaro’.
Sobre la ocupación de la isla por este navegante genovés, Tino Delfino dice, sin señalar la fuente de la que tomara la noticia, que el viaje inicial lo emprendió en una pequeña embarcación a la que el aventurero ligur había puesto su mismo nombre, aunque en femenino. Dicho autor la llama ‘Lancerota’, más si hemos de tener en cuenta las consideraciones expuestas sobre la forma más verosímil del nombre del genovés habrá que convenir en que el del barco en femenino debió ser ‘Lanzarota’, con /a/ en la segunda sílaba en lugar de /e/ y /z/ en lugar de /c/.
De cómo debió producirse la llegada y subsiguientes actividades que llevara a cabo nuestro personaje en la isla no se sabe practicamente nada, ni tampoco cuáles fueron los motivos que lo indujeron a establecerse en ella. Algunos autores aducen como posible móvil del viaje la búsqueda de sus compatriotas los hermanos Vivaldi, quienes, como se ha dicho, lo habían precedido unos años antes en la exploración de estos parajes, acabando por perderse en el anchuroso océano sin que nunca más, como hemos visto, se supiera de su paradero. Pero este supuesto se halla en flagrante contradicción con el asentamiento y larga permanencia en la isla del aventurero ligur. Otros pretenden que habiéndose enterado Malocello de la existencia de la isla por noticias difundidas por unos marinos de Cherburgo que la habían abordado accidentalmente años antes, vino a ella animado del propósito de comerciar con sus habitantes, y los hay también que piensan que la intención que lo movió a abordarla fue la de apoderarse de ella, cosa que al parecer logró, al menos temporalmente y en parte, como veremos más adelante.
Sea como fuere, lo cierto es que sólo se conocen unos pocos hilos de la interesante trama de este episodio histórico medieval desarrollado en Canarias.
De los escasos documentos o textos antiguos conocidos que se ocupan de este caso destaca por su extensión y contenido informativo el que ofrece el historiador de la marina francesa Charles de la Roncière, quien dice haberlo tomado de un investigador de la misma nacionalidad del siglo XVII llamado Paulmier. Se trata de un escrito que incluía una memoria redactada en 1632 por unos descendientes de Lanzaroto establecidos en Francia, en el cual reivindicaban el mérito de primer conquistador de las Canarias para su ilustre antepasado, impugnando a Jean de Bethencourt en tal prioridad. He aquí un resumen de su contenido:
Los señores Maloisel, caballeros de la Baja Normandía, se consideran descendientes de Lancelot Maloisel –nombre afrancesado, como ya se ha dicho, del personaje que nos ocupa–, y afirman poseer los documentos justificativos de que Lancelot emprendió la conquista de Lanzarote en el año 1312. La publicación de ‘Le Canarien’ en 1630 –editado por el erudito francés Pierre de Bergeron–, inquietó a los señores Maloisel, y en 1632 imprimieron un opúsculo para sostener a Lancelot, con perjuicio de Bethencourt, en el rango de primer conquistador de las Canarias, cualidad fundada, entre otras cosas, en un inventario genealógico entregado por sus antecesores el año 1453, el que contiene una extensa narración de la empresa de Lancelot y además impugna la de Bethencourt con su propio relato, en el que se habla de un antiguo castillo, el cual Lancelot, dice aquella crónica, había hecho construir en Lanzarote, quien dicen que gobernó la isla más de 20 años, hasta que un levantamiento general de los insulares lo arrojó de ella con ayuda de sus vecinos.
Hay que admitir que si bien en estricto rigor historiográfico no existe ninguna razón que obligue a dar por auténticos en su integridad los datos que figuran en este documento, tan significativamente puntuales y detallados en algunos aspectos por cierto, tampoco parece razonable rechazarlos de plano en su totalidad sin admitirles cuando menos un cierto fondo de veracidad histórica. Atribuir el escrito a producto de una trama concebida con ánimo de beneficiar al protagonista de los hechos que en él se describen en un asunto tan inefectivo en resultados materiales como es reivindicar la primacía de conquistador de las Canarias aportando datos y fechas tan concretos no parece tener mucho sentido, máxime si tenemos en cuenta que quien da a conocer el documento en primera instancia no tenía relación familiar alguna con los Maloisel.
La prolongada ocupación de la isla de que habla el documento Paulmier parece quedar confirmada tanto por Le Canarien como por el Libro del Conoscimiento, por el primero al decir que había construido un castillo y por las dos obras al atestiguar que la había conquistado, operaciones ambas que presuponen una actuación en la isla de al menos algunos años.
En cuanto a tomar los portulanos de la época como argumentos fijadores de las fechas de llegada y salida de la isla por Lanzaroto, el único que es efectivo en este sentido es el de Dulcert, de 1339, el más antiguo mapa conocido en que se consigna la posesión de la isla por el genovés, por lo que puede tomarse como fecha ante quem de su establecimiento en Lanzarote. El hecho de que las Canarias no figuren en la carta de Dalorto, de 1330, no es nada significativo, como muy atinadamente hace observar el profesor Serra Ràfols en su bien argumentado trabajo el Redescubrimiento de las Islas Canarias en el siglo XIV, publicado en la Revista Canaria de julio-diciembre de 1961, ya que la misma no incluía la zona del Atlántico en que se encuentra el archipiélago canario, ni lo es tampoco que en la de Sanuto, de 1320, se consigne expresamente que “Ultra Gades no se han hallado islas”, pues tal frase no debe tener otro valor testimonial que el de que el autor de esa carta náutica no tenía noticias de la existencia de nuestras islas entonces.
Con relación a la finalización de la ocupación de la isla por Lanzaroto tenemos como únicos datos sobre los que extraer alguna conclusión plausible los que dicen que fue muerto (Libro del Conoscimiento), o expulsado de ella por los indígenas (Paulmier), hacia la década de los 30 de ese siglo, ya que dice haber llegado en 1312 y haber permanecido en ella algo más de veinte años.
La primera de estas obras completa su testimonio diciendo que su expulsión la realizaron los nativos “con la ayuda de sus vecinos”, frase que implica la posibilidad de que la isla estuviera dividida en dos facciones o territorios gobernados por distintos reyezuelos, posibilidad que se ha venido transmitiendo como tradición por vía literaria desde siglos atrás y se conserva incluso actualmente entre la gente del pueblo basada, se dice, en una pared que dividía la isla en dos partes, que estarían regidas, como es de suponer, por sendos jefes independientes.
Hasta tanto no se disponga de nuevos datos modificativos de estas fechas y desechadas por fraudulentas las alegaciones del profesor belga Charles Verlinden basadas en unos documentos a todas luces apócrifos, inventados según todas las apariencias por el autor portugués Fortunato de Almeida, que colocan la estancia de Lanzaroto en la isla en el último tercio del siglo XIV en lugar de en el primer tercio en que apuntan los datos más coherentes, el viaje se puede dar como iniciado, tal como se declara en el documento Paulmier, hacia el año 1312, mientras que la finalización de su estancia puede fijarse, tal como lo dice implicitamente el mismo documento, hacia la década de los 30 del mismo siglo.
Con las primeras décadas del siglo XIV relaciona también la estancia del marino genovés en Lanzarote el historiador canario Tomás Arias Marín de Cubas al decir que la reina Juana de Nápoles “tenía larga noticia de (las Islas Afortunadas) por un navío suyo que las aportó, de Lancelot Mailesol, napolitano, que estuvo en ellas de paz y trato y comercio en el año 1320”, y también pudiera apuntar en igual dirección de antigüedad cronológica el ‘jadis’ con que en Le Canarien se señala la época en que fue construido el castillo de Lanzaroto con referencia a la llegada de los franceses a la isla, pues este adverbio francés entraña un periodo de tiempo pasado de bastantes años.
En cuanto a la existencia del castillo de Lanzaroto Malocello se refiere, puede decirse que la misma está garantizada por la cita de Le Canarien o crónica de la conquista. En ella se habla de “un viejo castillo que Lancelot Maloisel había hecho construir hacía tiempo (‘jadis’) cuando conquistó el país”, en el que los hombres de Gadifer guardaron una cierta cantidad de cebada que habían recogido en sus inmediaciones.
¿Pero en qué lugar de la isla se encontraba? Debió ser a mucha distancia del campamento de Rubicón, pues el citado códice dice que para avisar a los hombres que habrían de llevar la cebada “caminaron mucho tiempo (‘longuement’) juntos”.
Más significativa es quizás la referencia que ofrece Tomás Arias Marín de Cubas en su citada obra al relacionar el castillo de Lanzaroto con “el puerto de Guanapaio”. ¿Leería Marín de Cubas ‘puerto’ donde decía ‘puesto’ en el documento del que tomó el dato y compuso luego la frase donde figura esta palabra acorde a este supuesto? Los lugares donde se apostaban los vigías para avizorar las costas en prevención de un desembarco pirático eran justamente denominados ‘puestos’ y precisamente sobre la Montaña de Guanapay hubo uno que por su proximidad a Teguise, la capital de la isla en siglos pasados, hacía de centro neurálgico del conjunto de los que existían en la isla. Y aunque esto haya que situarlo en época muy posterior al caso que nos ocupa y en lugar no exactamente el verdadero, aunque muy próximo a él, ello no empece para que Marín de Cubas se haya valido de esta referencia anacrónica para indicar la situación del castillo.
Pero lo más clarificador con respecto a la ubicación del castillo de Lanzaroto es la siguiente serie de informaciones y datos aparecidos en los últimos años.
En agosto de 2004 fueron descubiertos por Agustín Pallarés Lasso en la altiplanicie llamada La Torre, unos 1.100 m al sur del castillo de Guanapay, unos restos arqueológicos en superficie esparcidos en un área de cierta extensión con ligera caída hacia el S –desde donde, por cierto, se divisa en la distancia la ciudad de Arrecife–, entre los que se observaban multitud de pequeños trozos de vasijas de barro cocido, tanto de tipología aborigen como europea antigua, hallándose entre estas últimas trozos de loza, todo ello acompañado de las consabidas conchas de moluscos propias de estos casos en la isla, además de haber entre ellos cantidad de trozos de basalto negro compacto de aristas angulares ajenos a la naturaleza de aquel terreno, lo que significa que tuvieron que ser llevados hasta allí. Con qué fin no se sabe. ¿Qué son, ‘tafiagues’ o cuchillos de piedra u objetos votivos? Me inclinaría por lo segundo. Lo mismo ocurre en otros lugares relacionados con supuestos adoratorios aborígenes, como es el caso en la cumbre allanada del Lomo de San Andrés, donde se dice que hubo uno de estos altares que dio lugar luego a la edificación de una ermita cristiana.
Los nuevos datos que avalan a este hallazgo como pertenecientes al solar del castillo de Lanzaroto son los siguientes: En primer lugar el testimonio de un señor vecino del próximo pueblo de Teseguite, conocedor de aquellos parajes de toda la vida, que asegura haber oído decir desde muchacho a su padre y a otras personas del tiempo de su progenitor, que allí, exactamente en el terreno que ocupa este yacimiento, existió una ‘torre’ –así, con este mismo nombre oyó denominarla–, donde podían verse todavía en aquel entonces restos de paredes de un edificio; y en segundo lugar, el descubrimiento en el Archivo Histórico Provincial de Las Palmas por José de León Hernández, arqueólogo profesional, que ha venido a poner la guinda al pastel, concretamente un testamento otorgado el 13 de octubre de 1733 por el matrimonio Domingo Ramos y Juana Perdomo, en una de cuyas cláusulas se dice: “Item declaramos tener dos fanegadas de tierras labradías donde dicen la Torre, lindando con el castillo viejo, que compramos a Juana Cabrera viuda de Domingo Sánchez”, testimonio documental que parece dejar decidida de forma practicamente inapelable la localización del castillo.
Por otro lado conviene aclarar, dado que algunos han pretendido que el castillo de Lanzaroto estuvo en el mismo lugar que ocupa el de Santa Bárbara, que ello es imposible porque en donde este edificio se encuentra no se puede disponer de tierras cultivables en cuantía de fanegas de extensión, además de que la naturaleza pedregosa del terreno lo impide y tratarse de un lugar impropio a todas luces para el cultivo de la cebada. Otro tanto cabe decir con respecto a los restos de edificación hallados en 1984 en lo alto del borde del cráter, justo frente a donde se alza el castillo de Santa Bárbara, que en un principio se pensó en la posibilidad e que se trataran de los restos del castillo del genovés.
Martín Ruiz de Avendaño en Lanzarote
A partir de los años subsiguientes a la estancia en la isla del genovés Lanzaroto Malocello comenzaron a proliferar, cada vez más, las expediciones que abordaban nuestro archipiélago, bien fuera porque lo tenían como meta final de sus viajes o porque tocaban en él durante su paso hacia otras regiones más meridionales del vecino continente africano. Las hubo de diferentes nacionalidades, pero las más numerosas tuvieron como punto de partida los puertos mallorquines y catalanes. Es de suponer, aunque no se tengan noticias concretas al respecto, que Lanzarote, por su situación más accesible en las rutas marinas, haya sido una de las islas más abordadas por aquellos navegantes.
Una de las que más huella han dejado en la historia de la isla fue la de Martín Ruiz de Avendaño. En el año 1377, según todos los indicios, tuvo lugar la accidental arribada a Lanzarote del capitán de naos vizcaíno de este nombre, durante cuya estancia vivió este personaje en la isla aquel idílico romance del que nació un vástago. Nos lo cuenta en primicia informativa, como ocurre con algunos otros hechos de nuestra historia insular, Abreu Galindo, más su exposición resulta tan embrollada y contradictoria en su redacción que la misma ha dado lugar a diversas controversias entre sus exegetas. He aquí el texto en sus líneas fundamentales:
“Dícese que, cuando Juan de Betencur y Gadifer de la Sala vinieron en demanda de estas islas, era rey de Lanzarote un natural de ella que se decía Guadarfía, que decían ser hijo de un capitán cristiano que con temporal aportó a esta isla de Lanzarote; la cual historia pasa de esta manera:
Reinando en Castilla el rey don Juan el primero, hizo una armada de ciertos navíos y puso por capitán de ellos a un caballero vizcaíno que se decía Martín Ruiz de Avendaño; el cual corría toda la costa de Vizcaya y Galicia y Inglaterra, que sería año de 1377, poco más o menos. El cual, navegando, le dio temporal que les hizo arribar a Lanzarote; y fue aposentado en la casa del rey, que se decía Zonzamas.
Tenía este rey una mujer, llamada Fayna, en quien hubo Martín Ruiz de Avendaño una hija, que llamaron Ico; la cual Ico fue muy hermosa y blanca. Siendo todas las demás isleñas morenas, ella sola había salido muy blanca. Esta Ico casó con Guanarame, rey que fue de aquella isla, por muerte de un hermano suyo llamado Tinguanfaya, que fue el que prendió el armada de Hernán Peraza. Tuvo Guanarame en Ico a Guadarfía”.
Tan enrevesada y contradictoria en sus diferentes párrafos se presenta esta historia que ello ha dado pie para pensar que se tratara de una pura invención. Pero la verificación de algunos nombres y otros datos en ella contenidos parece venir en apoyo de su autenticidad esencial. Ahora bien, de lo que no puede caber la menor duda es de la imposibilidad material de tomar al pie de la letra la interpretación que el autor hace de los hechos que expone si admitimos como seguros determinados particulares de la cuestión de los que, ciertamente, por la comprobación crítica a que han sido sometidos, no parece existir razón sólida para dudar, cuales son las fechas del año 1377 como la de la estancia de Martín Ruiz de Avendaño en la isla y el hecho de que Guardafía fuera en 1402 un hombre en plenitud física que ya había rebasado por tanto la etapa de la adolescencia. Está claro, en efecto, que es de todo punto imposible constreñir a los estrechos límites de los venticuatro años comprendidos entre ambas fechas la sucesión de acontecimientos que en la obra se pretende, a saber, que Ico, nacida por el año 1378 pudiera ser madre de Guardafía, que en 1402 era ya un hombre perfectamente adulto. Por tanto, si Ico fue en realidad la madre de Guardafía, como en el texto se asevera y parece lo más probable, no pudo ser ella a su vez hija del advenedizo forastero. Recuérdese además que al comienzo del texto atribuido a Abreu Galindo se decía de forma expresa con respecto a Guardafía que era tenido como “hijo de un capitán cristiano que con temporal aportó a esta isla de Lanzarote”. Es luego, paradójicamente, cuando se pretende aclarar la cuestión, que se incurre en la serie de contradicciones e incongruencias señaladas, haciéndolo entonces hijo de Guanarame e Ico, extremo que queda contradicho en otro párrafo de la obra en que se manifiesta que la esposa de Guanarame fue Tinguafaya, versión esta mucho más verosímil habida cuenta de la imposibilidad cronológica ya expuesta de que Ico, de haber nacido por 1378, pudiera ser madre de Guardafía.
El por qué Abreu Galindo incurrió en tan flagrantes contradicciones sin advertirlo no es fácil de comprender. Hoy se piensa, empero, que la obra fuera objeto de interpolación en algunos párrafos del pasaje en cuestión por un refundidor de la misma, poco impuesto de la cuestión, desfigurando con ello el suceso en sus líneas esenciales de forma tan burda. En resumen, parece lo más probable que con quien tuvo amores Martín Ruíz de Avendaño fue con la princesa Ico, hija de Zonzamas y Faina, y que Guardafía fue el fruto de estas relaciones amorosas. Curiosamente, así consta en un escrito antiguo, por lo que parece totalmente ajeno al texto de Abreu Galindo, que incluye el autor colombiano Mariano Ospina Peña en su libro Historias de caballeros andantes al tratar de uno de los Avendaño, con las siguientes palabras: “Tras una tormenta que acabó con su escuadra naval, terminó en Lanzarote, donde nace la leyenda de haber procreado un hijo con una princesa de ese lugar, quien después llegó a gobernar”.
En el intervalo que media entre los años de 1377 a 1393 desaparece de la escena política titerogaqueña la pareja real Zonzamas-Faina, pues en la última de estas fechas ya aparece reinando en la isla Guanarame casado con Tinguafaya, por lo que es de presumir que aquéllos ya habrían fallecido, presunción que corroboraría la sospecha de su edad avanzada implicitamente deducible de la interpretación que hemos hecho de este episodio histórico.
Habrá observado el lector que siempre escribo el nombre del último rey aborigen de la isla en la forma Guardafía y no Guadarfía como suele verse escrito normalmente, y mucho menos en la forma artificiosa Guadafrá, con sílaba directa doble, caso, por cierto, que no se da en ninguna de las voces guanches aún vivas en Lanzarote como los topónimos o alguna otra palabra de ese origen que aún pueda usarse en la isla. Pienso que la existencia de esta forma anómala ‘fra’ pudo ser debida a que el punto de la /i/ lo hicieron más largo de lo normal en alguna copia antigua y el escribano de turno pensó que con el resto de la letra formaba una /r/, y así la escribió. Que el final del nombre debió ser en ‘ía’ lo demuestran los dos ejemplos siguientes: un documento del siglo XVII, concretamente del año 1676, que cita A. de la Hoz, en que se dice que “...era propietario de casa y campo en Argana, Pedro de Fia, descendiente de los reyezuelos d’esta isla de Lanzarote”, y un romance que se conservaba en Tenerife en siglos pasados recogido por Juan Bethencourt Alfonso. El primer caso, ‘de Fia’, debe tratarse de una adaptación al castellano convirtiendo la sílaba ‘da’ en la preposición ‘de’, antepuesta frecuentemente a los apellidos. El segundo dice en su primera estrofa: “Don Juan Betancur / y el rey Guardafía / van para Zonzamas / con mucha alegría”, ejemplos ambos que demuestran que el nombre acababa en ‘ía’.
Guardafía debió ser, por lo tanto, la forma auténtica o más próxima a la real de cuantas se le han aplicado al personaje en cuestión. Pienso incluso que el nombre debió estar compuesto de dos partes separadas en la forma Guar Dafía. Baso esta suposición en que la segunda de ellas, ‘Dafía’, se usó por sus descendientes como apellido, que a veces se transcribió, como he dicho, en la forma ‘De Fía’, en tanto que la primera parte, Guar, debió corresponder al nombre propio o a un epíteto, como parece haber sido costumbre en los personajes aborígenes.
El desembarco de la armada andaluza de 1393
En 1393 sufrió la Lanzarote prehispánica una de las más pavorosas invasiones navales que registra su historia, pródiga desgraciadamente en tan nefastos eventos: una potente armada compuesta por cinco navíos, organizada en Sevilla por Gonzalo Peraza Martel, que iba al mando de un tal Álvaro Becerra, la atacó sañudamente empleando caballos como monturas de los asaltantes y ballestas con que asaetear a los infelices indígenas, logrando con tan expeditivos medios saquear facilmente sus míseras aldeas y cometer casi impunemente toda suerte de pillaje en sus humildes haciendas. No es de extrañar que intimidados los isleños por la presencia de aquellos grandes cuadrúpedos, terroríficas bestias nunca vistas por ellos seguramente con anterioridad, y por las mortíferas saetas que los fulminaban a distancia, no opusieran apenas resistencia y fueran apresados en gran número, ciento sesenta según unas crónicas y ciento setenta según otras. Entre los cautivos se encontraban los reyes de entonces, cuyos nombres eran, según Abreu Galindo, el del rey Guanarame, y Tinguefaya el de su mujer. Además de esta valiosa mercancía humana hicieron gran acopio de cueros de cabra, sebo y reses vivas, por lo que de regreso a su tierra “ovieron gran pro los que allá fueron”.
Aunque caiga fuera del ámbito historiográfico de Lanzarote, no quisiera dejar sin mencionar la atribución que hace el historiador canario Tomás Arias Marín de Cubas de haber sido la gente de esta expedición depredadora la que dejó la imagen de la Virgen de Candelaria en Tenerife, versión documental que nunca se ha tenido en cuenta pese a su posible valor histórico.
Dice en extracto el citado autor, sobre tal sucedido, que primero estuvo la expedición en Gran Canaria, donde encontraron unos frailes mallorquines allí residentes. Un miembro de la expedición que se hallaba enfermo se apropió de la imagen de la Virgen de Candelaria que tenían los frailes y se la llevó escondida a bordo pensando que su efecto curativo le sería muy beneficioso. De Gran Canaria pasaron a Lanzarote, donde apresaron, como ya se ha dicho, más de ciento sesenta naturales y al rey y a la reina de la isla Guanarame y Tingafaya. Al intentar tomar rumbo de regreso a España no pudieron dominar al navío, y después de hallarse en diferentes momentos de apuro arrastrados por las corrientes, fueron finalmente a parar a la isla de Tenerife donde, convencidos de que tal situación era debida a reprimenda divina, terminaron por desembarcar de noche la imagen en el barranco de Chimisay para congraciarse con Dios.
Sometimiento de Ico a la prueba del humo y acceso de Guardafía al trono
Como consecuencia del apresamiento y destierro del rey Guanarame se suscitó entre la clase dirigente de la isla la cuestión de la limpieza de sangre en Guardafía, su inmediato sucesor al trono.
Cuál era el grado que ocupaba el primero de estos personajes en la familia real no se sabe, mas siguiendo el hilo deductivo mantenido hasta ahora, es de suponer, dada su edad aún relativamente joven, deducible del presunto hecho de haber servido para esclavo, que fuera hijo de Zonzamas y, consecuentemente, hermano de Ico y tío de Guardafía.
Prosiguiendo con el texto de Abreu Galindo (¿o de su interporlador?) leemos que “Muerto Guanarame hubo disensiones entre los naturales isleños diciendo que Ico no era noble Gayre por ser hija de extranjero y no de Zonzamas. Sobre esto entraron en consulta que Ico entrase con tres criadas suyas villanas en la casa del rey Zonzamas, y que a todas cuatro se les diese humo; y que, si Ico era noble, no moriría; y, si extranjera, sí.
A esto seguía:
“Había en Lanzarote una vieja, la cual aconsejó a Ico que llevase una esponja mojada en agua, escondida; y, cuando diesen humo, se la pusiese en la boca y respirase en ella. Hízolo así; y dándoles humo en un aposento encerradas valiose Ico de la esponja, y halláronla viva, y a las tres villanas ahogadas. Sacaron a Ico con gran honra y contento, y alzaron por rey a Guadarfía; y éste fue el que halló Juan de Bentancur al tiempo de la primera venida a esta isla”.
Esta célebre mansión palaciega aborigen, donde se desarrollaron los acontecimientos que se acaban de narrar, ha sido identificada de siempre con los restos de construcciones pétreas que hasta el siglo pasado conservaban aún parcialmente levantados unos muros poco menos que ciclópeos que circundaban una amplia cueva habitación conocida en la actualidad por la gente campesina como la Cueva de los Majos y por Palacio de Zonzamas en la tradición literaria, enclavada en plena zona de Zonzamas y a escasos metros al norte de la montaña de igual nombre.
En este texto galindiano habría que sustituir la palabra “muerto” referida a Guanarame, por desaparecido, capturado o cualquier otra expresión equivalente, y el nombre de Ico por el de Guardafía en los casos en que proceda teniendo en cuenta, como aquí se preconiza, que debió ser él y no ella el hijo del extranjero, lo cual no obsta para que fuera Ico, como progenitora de Guardafía, la que tuviera que sufrir la prueba del humo que “garantizara” el legítimo linaje de su vástago, en el supuesto de que fuera esa en realidad la costumbre.
Guardafía debía ser por entonces muy joven, pues no podría pasar de los quince o dieciséis años de edad como mucho si damos por buenas las fechas contenidas en el texto. Pero como se ha visto ello es imposible, debiendo tener, como más verosímil, en opinión del que esto escribe, unos veinticuatro años. Su reinado, último de la dinastía ‘maja’, estaba signado por la fatalidad y en él se habría de consumar el aniquilamiento étnico de su pueblo.