LA CAÍDA DE GUARDAFÍA
Por Agustín Pallarés Padilla
LA PROVINCIA, 25-VIII-1983)
El 25 de enero de 1404, si hemos de dar crédito a las antiguas crónicas isleñas, una patética escena relacionada con la definitiva captura del último rey aborigen de Lanzarote por las fuerzas de ocupación europeas, debió desarrollarse en algún punto imprecisable de la isla, que pudo haber sido la yerma y pedregosa llanura que se extiende en el extremo sur de la isla a cuyo final se encontraba el campamento de los extranjeros invasores.
Dicha escena, más o menos idealizada, podría reconstruirse como sigue:
Bajo el cielo entoldado y sombrío de aquel día medieval, totalmente impenetrable a los rayos solares, un grupo de diecinueve “majos” (primitivos habitantes de la isla) avanzaba penosamente, con la angustia y desesperación más profundas reflejadas en sus macilentos rostros, fuertemente aherrojados los hombres más vigorosos, urgidos por la intimidatoria presencia de las armas que portaba amenazadoramente una cuadrilla de desarrapados franceses acaudillados por su jefe gascón Gadifer de la Salle, quienes los conducían estrechamente vigilados en demanda del campamento cristiano de Rubicón.
Se hallaba integrado el grupo de prisioneros por indígenas de ambos sexos y edad diversa, apenas cubierto el dorso los varones con el típico “tamarco” o capotillo de pieles, y arrastrando las mujeres sobre las piedras del camino sus largas túnicas del mismo material.
Destacaba entre todos por su distintiva indumentaria regia y robusta complexión física, el reyezuelo de la isla, Guardafía.
Su aspecto no podía ser más digno de conmiseración. Aquel fornido mocetón de veintiséis años de edad, sumo impositor otrora de la ley en la isla, se veía al presente reducido a la más humillante de las condiciones humanas. Agobiado por las opresivas cadenas que atenazaban sus músculos, marchaba el augusto prisionero cabizbajo entre los suyos, con el “guapil” real de cuero, especie de tocado a manera de mitra episcopal adornada con conchas marinas de vistosos colores cayéndole grotescamente sobre un lado de la cabeza como la cresta exangüe del gran gallo combatiente derrotado. A su lado marchaban, semisollozantes su mujer Aniagua y la infanta Teguise, muy niña aún, con algún otro hermano también de corta edad, y detrás seguían, un poco rezagados, su fiel consejero Maji y demás “gaires” y miembros de la nobleza con algunos servidores que lo habían seguido hasta el último momento en su desesperada e inútil resistencia.
El cerebro de Guardafía bullía instintivamente con melancólicas rememoraciones de su pasado. Desde el momento mismo de su venida al mundo su existencia había estado signada por la fatalidad y la intriga. Nació pesando sobre él el baldón de bastardía que se denunciaba fisicamente por el estigma de rubicundez que al decir de sus detractores había heredado de su presunto padre cristiano, el caballero vizcaíno Martín Ruiz de Avendaño, accidentalmente arribado a la isla.
La desgracia, materializada en repetidos ataques piráticos en busca de mercancía humana, se había abatido desde entonces sobre la indefensa “Titerogaca” con tal virulencia que todos los miembros de la familia real con prioritario derecho sucesorio al trono habían ido sufriendo, uno tras otro, muerte o cautiverio hasta quedar finalmente el propio Guardafía como heredero más cualificado a ceñirse el “guapil” real.
Fue entonces cuando al suscitarse su entronización surgió aquel enconado movimiento subversivo hacia su persona alentado y dirigido por su pariente colateral Afche, aspirante a su vez a ocupar el trono, quien alegaba como motivo de incompatibilidad sucesoria en Guardafía su extranjerismo por parte de padre.
Para probar su pureza de sangre hubo de ser sometida su madre Ico a la prueba del humo, tal como era preceptivo en tales casos. Superada airosamente la terrible ordalía quedó con ello demostrada la inocencia de Guardafía, siendo proclamado a continuación rey de la isla.
Pero con su acceso al poder se fue acentuando más y más la frecuencia y la saña con que se producían las incursiones de los cazadores de esclavos hasta el punto de que él tuvo que escapar de las garras de sus perseguidores hasta seis veces.
Todo aquel progresivo proceso de desintegración de la milenaria sociedad titerogaqueña culminó con la llegada a la isla del jefe cristiano lisiado llamado Bethencourt, quien terminaría por usurparle sus legítimos dominios.
El recuerdo de la llegada del maldito forastero con sus secuaces le laceró el alma con una contundencia casi física. Pensó en la profunda congoja que lo asaltó al asomarse desde lo alto de la balconada de Famara, alertado por un mensajero de la presencia en El Río de una “casa flotante” atiborrada de hombres, a la vista de aquel diabólico artilugio que permitía a los bárbaros habitantes de allende los mares desplazarse impunemente hasta la isla para cometer los más atroces actos de expolio y exterminio.
¡Oh, las aciagas “casas flotantes”! Por lo visto su influencia en la vida de la isla había sido trascendental, con nefastas secuelas las más de las veces. El mismo origen del pueblo tierogaqueño dependía practicamente de ellas. En efecto, según una antiquísima tradición que aún se mantenía viva en la memoria de los más ancianos de la isla, sus primeros antepasados insulares fueron traídos hasta ella forzadamente a bordo de siniestros artefactos como aquellos después de haberles inferido crueles mutilaciones por no se sabía qué dioses.
Guardafía volvió obsesivamente su pensamiento hacia la nave de Bethencourt, causa de todos sus males presentes ¡Malditos intrusos que ni siquiera habían tenido el elemental pundonor de respetar la sagrada ley de la palabra empeñada! Cualquier medio les era lícito si les permitía alcanzar sus aviesos propósitos de sojuzgar al pacífico y noble pueblo titerogaqueño privándolos de su secular libertad. Habían llegado aquellos indeseables al oprobioso extremo de mancillar su honor de guerreros recurriendo al degradante expediente de capturar mujeres y niños para utilizarlos como rehenes y emascular así el ardor combativo de esposos y padres...
Pensó finalmente con amargura en la impotencia en que se había visto para frenar aquella servidumbre a que eran sometidos por la fuerza bruta de las armas.
Lleno de infinita tristeza y desesperación lanzó una angustiosa mirada en torno suyo, como pretendiendo abarcar con ella, en espiritual abrazo de despedida aquellas llanuras y montañas circundantes de su querida Titerogaca natal, que quizás nunca más volvería a ver...
Presa de un incontenible acceso de impotente rabia y consternación, dirigió Guardafía una impulsiva mirada al cielo llena de intenso reproche al Altísimo por haberlo arrastrado a tan penosa y humillante situación. Mas en ese preciso instante el gran “techo de humo”, que hasta entonces se había mostrado totalmente hermético, se rasgó justo en el punto que ocupaba Magec, el “ojo ardiente” de Acoran dios con el que todo lo observaba, como reprochándole su irreverencia y falta de fe en su divina providencia. Anonadado por aquella reacción celestial, el infeliz rey cautivo se arrojó entonces al suelo, transido de un profundo y vehemente sentimiento de contrición, y prosternado en actitud de acatamiento y resignación permaneció así breves momentos mientras rendía a su madre patria Titerogaca el simbólico tributo de unas ardientes lágrimas que le brotaron incontenibles de lo más hondo del alma.