Por Agustín Pallarés Padilla
(Publicado en el diario LA PROVINCIA del 28-VIII-1976)
Puesto que en plena euforia festera nos encontramos –celebramos a San Ginés, santo patrón de Arrecife– nada más oportuno que dedicar esta colaboración de la serie que estamos publicando sobre nuestros venerables antepasados los moradores de la secular Titerogaca prehispánica, motivo predilecto de nuestras modestas intervenciones periodísticas como bien saben los amables lectores que nos distinguen con su atención, para intentar describir, en la medida en que las extremadas restricciones de documentación que sobre el particular se padecen lo permiten, los festejos y juegos varios a que aquellos sencillos isleños se entregaban alegremente en sano regocijo popular, a los que, al decir de los antiguos cronistas, eran tan proclives por condición natural.
A causa de esa razón fundamental de la penuria informativa existente en el campo de la prehistoria canaria, hemos de comenzar reconociendo, llevados de nuestro personal afán de presidir cuanto sobre estos temas aborígenes tratamos del máximo posible de veracidad y garantía histórica, y a riesgo de defraudar al lector por anticipado, que llevar a cabo esta tarea de descripción de las costumbres de nuestros antepasados con una cierta consecución de autenticidad es sumamente difícil de lograr, por no decir imposible. Sólo cabría la posibilidad, en el mejor de los casos, apoyándose en la analogía derivada del origen unitario de los primitivos habitantes del archipiélago, de sacar algunas deducciones más o menos acertadas dentro del cuadro conjetural en que la cuestión se halla enmarcada habida cuenta de las divergencias más o menos acentuadas que el independiente proceso evolutivo sufrido en cada una de las islas por separado durante el largo milenio de aislamiento a que estuvieron sometidas haya podido introducir en ellas.
Basándonos, pues, en ese común origen a que acabamos de hacer referencia, así como en testimonios concretos y directos de los primeros historiadores, podemos desde ahora adelantar que en todas las islas se conmemoraba por el mes de junio una principalísima efemérides en el calendario festero de los aborígenes canarios, herencia cultural de sus ancestros bereberes, los habitantes de la gran cordillera del Atlas, donde al decir de competentes berberólogos, aún siguen celebrándose tales fiestas estivales en el seno de algunas tribus de esta indómita raza que quedan todavía confinadas en los más recónditos reductos del agreste macizo montañoso norteafricano, así como en el sistema orográfico del Ahagar, en el interior del Sahara, en donde se refugiaron tras un prolongado éxodo por el desierto algunos descendientes de los antiguos libios bajo la presión de la invasión árabe. Estamos refiriéndonos a las multitudinarias fiestas del solsticio de verano, que en algunas de nuestras islas recibían el nombre de ‘beñesmén’, época del año en que debido a su capital importancia en la economía de la sociedad guanche, esencialmente agrícola y ganadera, por efectuarse en ella la recogida de cereales en unas u otros productos vegetales en otras, se tomaba como punto de partida para el cómputo de los años.
En estas señaladas fiestas, en que se desbordaban en todo su esplendor e intensidad las ansias de diversión y jolgorio de aquel sencillo y feliz pueblo, se bailaba y se cantaba en animada y fraternal convivencia tumultuaria y se competía, en sana rivalidad deportiva, en diferentes juegos y ejercicios de carácter atlético en que los más diestros y forzudos ponían a prueba toda la elasticidad y fortaleza de sus potentes músculos, entablándose entre ellos reñidos combates cuerpo a cuerpo y disputados desafíos de levantamiento de pesos, carreras pedestres, lanzamiento de piedras y jabalinas y, muy en particular, en cuanto a Lanzarote concierne, apasionados concursos de saltos de altura con pértiga en los que se alcanzaban portentosas marcas, competiciones populares que atraían una numerosa concurrencia que seguía con un entusiasmo sin límites los diferentes lances y desenlaces de las porfiadas pruebas, que finalizaban ahogadas por el clamor bullanguero del enardecido gentío.
El padre Abreu Galindo, el mejor documentado y más extenso protohistoriador de las Canarias, nos habla del natural divertido y jovial de los primitivos lanzaroteños, bien que mezclando sus observaciones con las correspondientes de la vecina isla de Fuerteventura. De ellos nos dice: “…eran alegres, amigables, grandes bailadores y cantadores.”La sonada que hacían era con pies, manos y boca, muy a compás y graciosa. Eran muy ligeros en saltar, y era su principal ejercicio. Tomaban dos hombres una vara larga, uno por un cabo y otro por el otro cabo, y alzaban los brazos con la vara lo más alto que podían; y el que lo saltaba tenían por más ligero. Y así ponían dos y tres en hilera, y había hombre que los saltaba en tres saltos sin parar”.
Este corto pasaje es todo cuanto Abreu Galindo nos cuenta sobre los pasatiempos y diversiones en que se solazaban los titerogaqueños en sus momentos de esparcimiento, y de este autor han bebido, fundamentalmente, todos los historiadores que le sucedieron, por lo que la fuente original de información referida a estas actividades de la sociedad aborigen lanzaroteño se reduce casi exclusivamente a lo que él nos relata.
De este mismo historiador, y como posible ampliación o complemento a lo que de Lanzarote hemos transcrito sobre sus manifestaciones festivaleras, vamos a exponer someramente, en base al invocado origen común de todos los isleños, lo que al respecto se hacía en las demás islas del archipiélago: De Gran Canaria menciona el carácter asimismo alegre de sus habitantes y las temerarias apuestas que se cruzaban entre los más atrevidos risqueros para ver quién colocaba los maderos de mayor peso y tamaño en los lugares más peligrosos de los precipicios, así como los agotadores combates en que se enzarzaban dos corajudos contendientes que subidos en sendas piedras a modo de pedestales colocadas en un terrero habilitado ex profeso, se atacaban con diferentes clases de proyectiles y armas hasta que el cansancio los rendía. A los palmeros atribuye parecidas diversiones que a los lanzaroteños en bailes, cantos y luchas. De los gomeros destaca la extraordinaria habilidad que exhibían en el lanzamiento de armas arrojadizas y en esquivar los proyectiles que a su vez les eran lanzados. De los de Tenerife cita la infalible puntería con que manejaban la ‘añepa’, especie de lanza de madera de corto tamaño. Y, finalmente, del Hierro, los cantos sentimentales y lastimeros a que se entregaban acompañándolos de movidas y rítmicas danzas.